Por eso, siempre digo que dos miradas que se cruzan equivalen a dos mundos que entran en paralelismo y, cuando esas miradas desembocan en una sonrisa por parte de los rostros de los afortunados, es cuando las líneas paralelas se convierten en tangentes, chocan, y podemos saber que, esos corazones, irremediablemente, ya se han aferrado al otro con desespero y se han sentido palpitar. El siguiente nivel es susurrar esas primeras y tímidas palabras, y cuando ya está hecho, sabes que ambos mundos, por desiguales que parezcan a primeras, van a acabar por unirse; da igual cómo. A veces, esa forma de chocar dos vidas resulta de lo más mundana y corriente. Otras, tan compleja que no haces más que preguntarte, día tras día, si conoces realmente a la persona o simplemente es fruto de tu imaginación.
Cuesta trabajo hacerse la idea de que estás sola y, de pronto, aparece alguien en tu vida que lo soluciona radicalmente en apenas unas semanas. Es una sensación extraña, y a quien diga que no lo ha experimentado nunca no hay que creerlo, porque miente. Es algo por lo que todos hemos pasado, en mayor o en menor medida…
¿Nunca has tenido la sensación de que el destino se burla de ti? Yo sí. Constantemente. Pero éste no es el momento de hablar de ello, puesto que simplemente estoy dando una pequeña introducción a lo que está por llegar.
Empezaré por decir que esa mirada, en mi vida, pertenece a un chico.
Y su propietario no es una estrella del rock, ni un actor de cine, ni un joven con dotes de escritor. Es un chaval, un adolescente que sueña con ser todas esas cosas, pero que sabe perfectamente que jamás llegará a nada de eso. El propietario de esa mirada es un chico del montón, y tiene por nombre Adrián.